Noviembre de 2009
Fin de semana en la montaña
Aquella mañana, como de costumbre, Meritxell se levantó muy temprano y, para no despertar a los demás integrantes de la unidad familiar, caminó sigilosamente hacia las escaleras y comenzó a bajarlas con tanta cautela como lo harían quienes tratasen de escabullirse de una prisión de alta seguridad, a hurtadillas. Al llegar a la altura de cocina, tras girar la dorada manecilla, pulsó el interruptor para que se hiciese la luz, recogió de la mesa el mando a distancia de la persiana y presionó la tecla de subir «¿Cómo?», pensó mientras repetía la operación; pero a pesar de pulsar reiteradas veces, no hubo forma de conseguirlo «¿Qué coño pasa aquí?… Si hay luz, ¿por qué no funciona esto?», pensó mientras se dirigía hacia la puerta principal que daba paso al exterior, tras comprobar que no se podía acceder a la terraza a través de la ventana balconera por el mismo motivo. Un minuto le costó liberarla de los cuatro puntos de seguridad que ofrecía el blindaje, la causa no fue otra que evitar el estertóreo y molesto ruido que lleva implícito este tipo de puertas. Al abrirla, un escalofrío recorrió su cuerpo de arriba abajo: durante la noche había estado nevando y la altura de la nieve cubría justo hasta la mitad del segundo peldaño del porche. Sin salir del umbral, agarrada al quicio de la puerta con su mano izquierda y levantando la misma pierna evocando a las bailarinas en las pistas de hielo y estirando el cuello como si fuera el Inspector Gadget, pudo descubrir que sobre el alfeizar de ambas ventanas había una enorme cantidad de nieve helada y dedujo que eso era lo que impedía el funcionamiento del mando a distancia. Al recuperar la postura, miró a los alrededores de la urbanización y sus ojos adquirieron un brillo especial, se dibujó una sonrisa se en la comisura de sus voluptuosos labios y, de repente, al recibir una gélida ventisca sobre el rostro, se estremeció de nuevo y cerrando la puerta regresó a la cocina. Una vez allí, rellenó el depósito de agua de la cafetera eléctrica, sobre el filtro depositó media docena de cucharas colmadas de café molido, se aseguró de que todo estaba listo, pulsó sobre el rojo botón y la puso en funcionamiento, mientras terminaba de hacerse el café, en una sartén preparó unas rebanadas de pan tostado con la finalidad de preparar pan con tumaca y jamón.
Después de desayunar condujo sus pasos hasta el salón-estar con la intención de encender la chimenea, abrió la tapa para introducir unas hojas de periódico que previamente había arrugado, colocó junto al papel tres pastillas de keroseno, abrió la caja de cerillas largas, cogió una y, tras pasarla enérgicamente sobre la raspa, logró encenderla a la primera y la arrimó al papel durante unos segundos y, una vez que prendieron, arrojó sobre estos unas astillas y, una vez que el fuego cogió un poco de alegría, comenzó a introducir la leña más o menos siguiendo las instrucciones que en su día le fueron explicadas por Andrés, después la cerró y mientras la casa se iba calentando se fue hacia el aseo y, tras despojarse de sus vestiduras, descorrió hacia la derecha la hoja de la mampara, graduó la temperatura del agua y, sin más preámbulos, se metió bajo la ducha con la tranquilidad y el sosiego que se siente cuando terceras personas te felicitan por haber realizado un trabajo bien hecho.
Diez minutos después, corrían despavoridos escaleras abajo, chillando y gritando, los que hasta entonces dormitaban: «¡Fuego! ¡Fuego! ¡Socorro! ¡Auxilio! ¡Qué se quema la casa!». Alertada e intrigada por lo que se entreoía bajo el cálido chorro de agua, Meritxell salió del aseo como su madre la había traído al mundo y, a pesar de la irrespirable y opaca humareda, se atrevió a ir hasta la chimenea para cerciorarse de que la había dejado cerrada. Tras comprobar que solo se trataba de humo sintió un gran alivio a pesar de las circunstancias en que se encontraba y comenzó a gritar con todas sus fuerzas mientras se dirigía hacia la puerta principal: «¡Falsa alarma! ¡Falsa alarma! ¡Chicos no temáis!
Una vez recuperados del susto.
—Escuchadme bien chicos —dijo Alberto—. Tenemos que subir para abrir todas las ventanas y dejar esta puerta abierta para que el humo salga cuanto antes.
Acercándose a la chimenea, Alberto descubrió el motivo del asustadizo episodio: el tiro de la chimenea se hallaba cerrado, posiblemente, como consecuencia de no haberle dejado en posición totalmente en vertical mientras la llama cogía fuerza y una vez recuperados de la angustiosa situación, la familia al completo, salió a la calle y comenzaron a lanzarse unos a otros las típicas bolas de nieve y, después de divertirse un buen rato, al entrar en la vivienda, para curarse en salud pusieron en funcionamiento la caldera de gas.
La llegada de las primeras nevadas provocó en la unidad familiar un enorme deseo de aprender a esquiar y, con esa intención, se desplazaron hasta la estación Puigmal, ubicada en plena Cerdaña, el más alto dominio esquiable de los Pirineos con pistas que alcanzan los 2700 m. con una garantía de nieve y de sensaciones extraordinarias. Cuenta con 320 hectáreas de superficie y con un inmenso macizo nevado en un sector salvaguardado en el que alternan bosques y grandes espacios. Es una estación en plena naturaleza con paisajes que le dejaran sin respiración, una estación para todas las formas de desliz, con zonas adaptadas a las nuevas tendencias del esquí y del desliz sobre la nieve.
—Hola, buenos días —dijo Alberto al situarse frente al recepcionista— quisiera me explicase que hay que hacer para aprender a esquiar.
—Aquí, como en cualquier otra estación, disponemos de personal especializado para impartir cursos para principiantes y técnicas para los más avanzados, es decir, aquellos que cuentan en su haber con los conocimientos básicos.
Alberto se giró hacía sus acompañantes y les brindó una mueca de satisfacción.
—¿Y qué hay que hacer para formar parte de los cursillos?
—Inscribirse cumplimentando este formulario, adjuntar una fotografía reciente tamaño carné, traer buena disposición y venir bien desayunados: todo lo demás, previo pago, se lo procuraremos nosotros mismos.
Alberto dirigió la mirada hacia atrás y observó
—¡Vaya! —dijo mirando al empleado, poniendo cara de buen chico—, me imagino que sin foto no podremos, ¿verdad?
—Sí así es, pero no se preocupe se imparten clases durante toda la temporada.
—Ya habéis oído: nada podemos hacer al respecto; pero os prometo qué, la próxima vez que subamos a Osséja vendremos preparados para disfrutarlo como merecemos —explicó después de haberse despedido y retirado del punto de información.
Esposa e hijos invadidos por la desilusión asintieron una sola vez bajando la mirada y la cabeza al mismo tiempo; pero a pesar de la pésima situación, optaron por pasar el resto del día disfrutando del esplendoroso día y de las demás posibilidades que ofrecía la estación.
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Y, por último, hacerte saber que: me gustaría que le dieses la oportunidad de leer esta entrada a tus amigos/as a través del botón compartir.
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Gracias por la atención.
Saludos